No separes lo que Dios unió
Así que no son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre. Mateo 19:6.
Cuando hemos formado una familia, y sobre todo cuando aparecen los hijos, se ha gestado una entidad tan hermosa, tan importante, tan sagrada, que, en un sentido, es más importante que uno mismo. Es decir, no hay nada más hermoso y vital sobre la Tierra que ese pequeño núcleo que hemos formado, donde se encuentran los lazos más tiernos y estrechos sobre la Tierra, la familia. Uno podría tener todo el oro del mundo, todo el poder, los lujos, los placeres, pero si está solo y no tiene nadie que lo quiera, si cada mañana al despertarse o cada noche al acostarse no encuentra esas miradas, sonrisas, abrazos y besos que le llenan el corazón y el alma de contenido y sentido, puede ser el ser más desdichado del mundo. Por el contrario, un hombre o una mujer pueden ser pobres en los bienes de este mundo, sin fama, poder o títulos, pero si tiene una familia afectuosa, donde son “todos para uno, y uno para todos”, donde se potencian las alegrías, y se aligeran las tristezas por el cálido abrazo del amor, son las personas más ricas del mundo.
Entonces, no es un asunto trivial tirar todo esto por la borda, en pos de satisfacer el yo. Razones como sentir que “se acabó el amor” (léase, embelesamiento), que estamos cansados de la rutina, que tenemos demasiado estrés por causa del trabajo y de la crianza de los hijos, que no nos sentimos realizados profesional o vocacionalmente, que hemos descubierto que nuestros temperamentos y gustos son incompatibles, y mucho menos soñar con que hemos encontrado nuestra verdadera felicidad romántica con otra persona del sexo opuesto que no es nuestro cónyuge, son demasiado banales, en comparación, como para destruir algo tan precioso como puede ser una familia.
Es una cuestión de valores, y aquí es donde la subjetividad humana -que siempre, por causa de su naturaleza egoísta, tiende a hacer del yo el centro del universo- debe ceder a los valores divinos, para, por encima de los momentos de crisis (que si así lo decidimos pueden ser temporarios), aferrarse de la voluntad de Dios, luchar por practicarla, y de esa manera garantizar la supervivencia y el éxito de nuestro hogar.
Tomado de: Lecturas devocionales para Jóvenes 2015
“El tesoro escondido” Por: Pablo Claverie
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